Llegamos al club. Me tapan los ojos. No se ve, pero se oye: música tenebrosa, gritos y aullidos. Se huele el miedo; incluso se saborea. Se palpa el ambiente tenso. Poco tardaron en destaponar ese primer sentido para asistir a un espectáculo de horrores. Nada era lo que parecía en Mizar este sábado.

Se oye el órgano al fondo y el guía nos dice que adelante a través de señas. En todo el recorrido no le oímos articular palabra alguna. El conde, un tal Drácula, se puso como una fiera cuando le interrumpimos en su cita musical vespertina. A dos palmos, con constantes golpes de voz que nos atronan los tímpanos nos recita los horrores que habremos de padecer por haberle importunado: un enfermo poseso por un espíritu eslovaco que echaba espumarajos por la boca, un biólogo trastornado y su obsesión por alguien ausente.

Más adelante, más abajo -más profundo y oscuro-, el carnicero nos hizo pasar el peor trago del pasaje. Prefiero no hablar de ello. A partir de ahí, un ejército de fantasmas, criaturas monstruosas y seres fantasmales nos obligaron a hacer un recorrido laberíntico que parecía no tener fin. A la salida, el cementerio. Decenas de zombies acudieron al reclamo de sangre fresca. Pudimos zafarnos del camposanto y reunirnos con el siniestro guía tras un rocambolesco espectáculo de guiñoles. El hombre de la maza esperaba al final del pasillo y, tras él, la salvación. La salida, el aire fresco y la quietud de una noche de invierno. Todo había pasado.

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